Aquel Atleti fue el que a duras penas salía de la Segunda División contra la que se estampó de bruces en el nefasto 2000. Con relación a los episodios no triviales del pasado no suele haber término medio: se opta por la nostalgia o por la amnesia. Y la mayoría hemos preferido olvidar aquellos años. “Tocar fondo no es un retiro de un fin de semana, no es un maldito seminario”, se dice en ‘El club de la lucha’. Y aquel Atleti le tomó la medida a esas palabras. No era un turista de paso por el subsuelo: le había cogido el gusto a la calamidad. Había tocado fondo.
Si hubo una habilidad fue la del relato. Se plasmó en las campañas de la ‘Señora Rushmore’. El mayor fracaso deportivo de nuestra historia se disfrazó de un tránsito anecdótico, y no exento de humor, por un submundo del que emergimos gráficamente cuando la cabeza del Mono Burgos asomó por una boca de alcantarilla en un brillante spot publicitario. “Ya estamos aquí” era el inicio de una década de campañas empeñadas en vincular la lealtad de los clientes de la sociedad anónima a un producto cada vez más deteriorado. Les salió bien.
Luis, de cuyo primer despido a manos de Gil se cumplen también 30 años en estas fechas, había devuelto al Atleti a la primera justo a tiempo de que este celebrara su centenario en la élite, lejos de la vanguardia pero entre los privilegiados inquilinos de la máxima categoría. No fue un centenario feliz: se perdió ante Osasuna y por alguna extraña razón no se pudo escuchar por megafonía el himno de Joaquín Sabina compuesto para la ocasión. La emocionante iniciativa de la bandera que atravesó la capital había sido idea de los aficionados, no del club.
Este era el gris estreno de nuestro siglo. Se despidió con mal estilo –otra vez– a Luis, contra el que conspiró su sustituto, Gregorio Manzano, uno de esos obedientes subalternos tan del gusto de los dirigentes. Su temporada dejó para la historia un colofón grotesco. El 16 de mayo de 2004, dos días después del fallecimiento de Jesús Gil, el Atlético vio cómo se esfumaban sus posibilidades de obtener una plaza para la UEFA tras encajar dos goles absurdos en el descuento, en un partido que tenía ganado ante el Zaragoza.
Concebido como un funeral egipcio, terminó siendo una ópera bufa, y captó la síntesis de lo que había sido el gilismo. Manzano volvería años después para reeditar fracaso. Ferrando no lo hizo mejor, ni siquiera el anhelado Bianchi, que defraudó pronto las expectativas generadas a su llegada.
Aquellos años dejaron las camisetas más feas que haya vestido nunca el Atlético, y no precisamente favorecidas por aquellos sponsors de película: la elástica de Spiderman o aquella otra en cuyo frontal se leía “Dos rubias de pelo en pecho”. Que las vistieran Richard Núñez y el Pato Sosa es un buen ejemplo de la errática política de fichajes en aquellos años.
Si hubo una esperanza fue la que reposó sobre los hombros de Fernando Torres, un juvenil sobre el que recayeron de pronto los cien años de un club a la deriva. Torres fue el símbolo, el jugador franquicia, con algo de mesías. Capitán y clavo ardiendo.
Demasiada responsabilidad y una cuerda que se tensó hasta romperse el 20 de mayo de 2007, cuando el Atlético cayó ante el Barcelona en el Manzanares con una derrota por 0-6 de las que te infligen una depresión histórica. Concluía la etapa post-ascenso en que la mejor posición obtenida fue un séptimo puesto (hasta en dos ocasiones). En el resto, 12º, 11º y 10º. La mitad de la tabla era ya el hábitat regular del Atleti.
Con Aguirre al frente de la nave y Torres exiliado en Liverpool, se levantó cabeza en 2008, consiguiendo una plaza en Champions por la que discurrimos discretamente el año posterior. Estábamos ahí, pero como un polizón que araña los espejos del salón de baile, privados de jerarquía.
A pesar de todo, se vivió un cierre de década agridulce. Se volvió a repetir en la élite europea, pero cayendo en la fase de grupos y coqueteando con las plazas de descenso hasta la jornada 15. Se aterrizó en la Europa League, que se conquistaría agónicamente con un expediente más competitivo que brillante. Quizá el cholismo haya creado una narrativa de progreso, de secuencia ascendente que no sea realista del todo, a juzgar por el lugar al que volvió el equipo tras la despedida de Quique y el triste regreso de Manzano.
Pero aquel gol de Forlán en la vuelta de las semifinales en Anfield restañó grandemente la autoestima de un grande venido a menos, encogido por obra del gilismo que sigue afligiendo al equipo romántico de Carabanchel. Esto, tras la mudanza a Coslada, ya no lo será más.
El tiempo dirá si el cholismo, cuando este concluya, ha clausurado irreversiblemente la mediocridad de la pasada década, y si el club dejará por fin de mirar al abismo. O si, por el contrario, todo emana de las ondas emocionales de ese canchero que cambió nuestra historia.