Entre Michael Laudrup y Luciano Spalleti, dos técnicos que tenían por aquel entonces un caché que el endeudado contexto financiero del Atlético de Madrid no podía contemplar, Enrique Cerezo encontró una tercera vía a explotar (mucho más asequible económicamente) para encomendar la ardua tarea de curar a un equipo metabólicamente enfermo. Era el mes de octubre del año 2009, recién iniciada la temporada, y el club colchonero ya pedía socorro.
Con 6 puntos de 21 posibles, la directiva se cargó a Abel Resino y puso a Santi Denia como parche antes de llamar a Quique Sánchez Flores, cuyo historial relataba una salvación en Getafe y una progresión en Paterna con un Valencia que añoraba aún a Rafa Benítez, convirtiéndose así en el decimosexto entrenador que pasaba por la Ribera del Manzanares desde la gloriosa época del ‘Doblete’.
Es un hecho innegable que a Quique Sánchez Flores se le deben atribuir los méritos correspondientes por ser el primer responsable de poner los cimientos de lo que es el Atlético de Madrid a día de hoy, Simeone mediante. Con un pasado merengue como futbolista, una pesada losa con la que ha de cargar cada jugador que cambia de acera, el valenciano recogió al equipo coqueteando con el descenso, lo condujo hasta una final de Copa del Rey y lo llevó a colorear las vitrinas del Calderón con dos títulos europeos.
“Hemos progresado porque dejamos cantera, títulos y al equipo en Europa. Es la idea que tienes cuando pasas por cualquier equipo. Estoy muy satisfecho por mi paso por este club, es gente honesta, gente limpia y me han hecho sentirme muy bien y se agradece", resume de su etapa en el Manzanares.
Quique se esforzó en tocar teclas en el aspecto emocional para combatir la ansiedad en la que estaba instalado un equipo diseñado para otras aspiraciones. Su primera medida fue la de programar un entrenamiento a puerta cerrada con la presencia de una treintena de miembros del Frente Atlético. “Necesitan cariño”, defendió para más tarde añadir que su nueva afición, a pesar de que “tengan fama de sufridores, también tienen derecho a ser felices». Su estreno llegó pocos días después, con una victoria (0-2) en la eliminatoria copera contra el Marbella. No fue un arranque soñado, pues su periplo arrancó con la imposibilidad de superar la fase de grupos en Champions League y suspirando por un primer triunfo en Liga que se resistió hasta que no pasó un mes desde su estreno.
A paso lento, la prioridad pasaba por lavar la cara de un equipo con ciertas carencias en el aspecto defensivo. Estableció un método de trabajo, diseñó un nuevo sistema para ser eficientes en defensa, mejoró la táctica, elevó la autoestima y exigió mayor sacrificio a los jugadores más ofensivos. La mano de barniz empezaba a hacerse notar. Entre los meses de diciembre y enero el Atlético solo perdió tres de las ocho jornadas que disputó en el campeonato doméstico, avanzando rondas en Copa del Rey, torneo donde protagonizó una imposible remontada contra el Recreativo en octavos de final tras perder (3-0) en la ida jugada en El Colombino, y haciéndose fuerte en la Europa League.
Fue en el Viejo Continente donde Quique desempolvó el nombre del Atlético de Madrid. La capacidad para hacer goles en las eliminatorias fuera de casa le hicieron avanzar hasta semifinales, en donde se topó con el Liverpool. Fue Diego Forlán, que vivió un calvario a sus órdenes, el que desató la apoteosis en Anfield para conducir a la entidad madrileña hasta la final, un hecho que repitió tiempo después marcando al Fulham el gol que daba la victoria. La Europa League, primer título europeo de la entidad después de 48 años, resucitó a Neptuno. Ese maravilloso cuento cerró el círculo de gracia en Mónaco, ciudad en la que el Atlético de Madrid levantó la Supercopa de Europa.
Independientemente de su desenlace en el banquillo, el nombre de Quique ha quedado grabado en la historia más reciente de la entidad madrileña. Cogió al límite a un equipo que devolvió a la élite en el mismo curso. La mayor evidencia son los títulos conseguidos en mayo (Europa League) y agosto (Supercopa de Europa) de 2010, una pausa necesaria entre tanta mediocridad, así como el baño de masas que se dio con la parroquia rojiblanca en el día de su adiós y el recuerdo de una de la Sala VIP del Vicente Calderón, que quedó bautizada con el nombre de Hamburgo, punto geográfico donde el Atlético recuperó la sonrisa.
Su paso queda manchado por unos discutibles últimos meses en los que el vestuario acabó totalmente agrietado tras el deterioro de la relación con los jugadores, especialmente con un Diego Forlán con el que nunca se llegó a entender. El ambiente con la directiva tampoco fue mucho mejor, motivado por las ventas de Jurado, que se marchó a última hora a Alemania en una operación magnífica en lo económico, pero que no contó en ningún momento con la valoración del técnico.
Así las cosas, Quique, molesto y presionado, cuando más le apretaba la soga en el cuello, aseguró que eran “superconscientes que lo del año pasado tardará 40 años en repetirse”. Su vaticinio quedó en agua de borrajas: meses después el Atlético encontró en Simeone la figura que precisaba. Con él, historia ya sabida – Europa League, Copa del Rey o Liga, entre otros – y sueños aún por cumplir.