El italiano, que solo jugó una temporada en el Atlético, es considerado uno de los mejores delanteros en la larga lista de arietes que ha tenido el club. Su fuerza interior siempre fue turbia, pero su recuerdo aún se guarda con cariño.
Recostado cuál rey en sus aposentos. Siendo vitoreado y alabado por un grupo de fieles incansables. Saboreando el momento de gloria tras la maravilla digna de Patrimonio de la Humanidad que acababa de realizar, viendo cómo sus compañeros (Caminero, Juninho, Aguilera, en este orden) se acercaban para adorarle. Siendo el foco de todas las miradas, el objetivo de todas las cámaras, poniendo en boca de todo el mundo su nombre en unos segundos pegado al banderín de córner que se podrían seguir contando durante horas. Porque Christian Vieri (12 de julio de 1973, Bolonia) acababa de convertir el mejor gol de su carrera, uno de los mejores de toda la historia, ejecutando al PAOK con un hattrick perfecto que le daba al Atlético de Madrid la clasificación para la fase final de la UEFA en la temporada 1997-98.
Aquella noche, Nikolaos Michopoulos vio cómo su nombre saltaba a la palestra con más énfasis que nunca. Poco importaban entonces sus 15 partidos con la selección griega, con la que era titular indiscutible. El arquero del PAOK siempre será recordado como el hombre que salió a proteger aquel balón, que lo hizo mal, sin contundencia, que se confió y dejó que Vieri pintara La Gioconda sobre la línea de fondo de la grada Norte del Vicente Calderón. Que permitió que el transalpino lograra un disparo con su zurda sin ángulo y que el balón adquiriera una comba tan perfecta para acabar en las redes. Con el gol de Vieri pasa lo mismo que cuando uno se dispone a mirar una fotografía de Natalie Portman: es imposible cansarse de mirar tanta belleza. Una losa que persiguió al propio Michopoulos durante toda su carrera, le destruyó, le hizo bajar su nivel, sumido en una crisis de confianza que acabó aprovechando el eterno Nikopolidis para darle la estocada final, arrebatándole los guantes de la selección griega. Porque aquel gol de Vieri fue el punto de inflexión para que el meta del PAOK desarrollara su carrera dando tumbos por equipos de tercera fila.
Solitario, extraño, de personalidad marcada. Controvertido, polémico, enfadado las 24 horas del día. Ese era Christian Vieri. Un jugador tan determinante como determinado, tan espectacular como inestable. Tan odiado y a la vez tan necesario. Creció en Australia y mamó fútbol desde la infancia porque su padre jugaba como profesional en el país oceánico. Una pista que siguió su hermano, que acabó siendo internacional con los canguros. Pero al Bobo, como se le conoce desde pequeño pues su padre, Robert, era llamado Bob, siempre le gustó más el cricket. Fuera como fuere, casi por herencia, Christian acabó jugando al fútbol y se convirtió en profesional cuando su familia retornó a Italia. En 18 temporadas como profesional, Vieri logró vestir la camiseta de 13 equipos, además de un paso fugaz en el Botafogo con el que solo logró entrenar en una intentona por conseguir algo de liquidez para su fundida cuenta bancaria. Nueve distintos en sus primeros nueve años. Da una idea de la inestabilidad en la que se resume su vida. Un continuo sube y baja.
Este culo inquieto aterrizó en el Atlético de Madrid en la temporada 1997-1998 desde la Juventus cuando aún no había empatado con nadie y atesoraba todos los ingredientes para convertirse en eterna promesa. Apenas tenía en su haber un puñado de tantos en el Calcio que, si bien le habían llevado a debutar ya con la azzurra, no justificaban las 3.000 millones de pesetas (18 millones de euros) que habían pagado desde España por él. "Moggi me llamó, me dijo que me iba a subir el sueldo, pero que no llegaba a lo que me daba el Atlético, así que le dije que me iba", relata en su llegada a Madrid. Desde el principio dejó muy claro que Vieri no era un jugador normal, que no iba a atender normas de nadie y que las cosas se iban a hacer a su manera. O no se iban a hacer.
A su llegada pidió el dorsal 15, que le fue negado pues estaba en propiedad de Aguilera y la aventura ya empezó cruzada. Desde la pretemporada, su relación con Radomir Antic no solo fue inexistente, sino que además fue mala y nociva, perjudicial para el grupo. Ya entonces amagó por primera vez con marcharse, el primero de una serie de intentos incontables. Porque desde que puso un pie en Madrid, el italiano soñó con volver a casa. "El Atlético me daba la opción de firmar mi primer gran contrato, de hacer más dinero, y por eso me fui. Si tuviera la oportunidad de retomar aquella decisión, no me habría ido. Le estoy muy agradecido al Atlético, pero me habría gustado hacer toda mi carrera en la Juventus", admitió hace apenas unos meses, tras la publicación de una autobiografía que cuenta todos sus excesos dentro y fuera del campo. Y cerca estuvo de ir a Milán, pues Berlusconi se moría por sus huesos y puso una cantidad ingente de dinero más George Weah encima de la mesa ya desde septiembre para el mercado invernal, pero Jesús Gil no cedió.
Con Antic nunca hubo feeling. El italiano incluso le llegó a agredir tras un entrenamiento, y después de ser sustituido en mitad de un partido, todas las cámaras grabaron cómo el Bobo le dedicó unas palabras nada cariñosas al serbio: "Estás loco, hijo de puta". Antic, por su parte, se reservó para cuando ambos salieron del equipo, un verano más tarde, dando palos también a la cúpula directiva: "Se creía más que nadie. Lo ha tenido todo, ha estado consentido, se ha ido cuando le ha dado la gana, ha trabajado con gente de fuera del club… y todo pese a saber que todas las noches cerraba todas las discotecas". Si bien con el míster la relación se fracturó desde el inicio, cosa bien distinta fue con Jesús Gil. El presidente le mimó todo lo posible, acomodó a sus amigos en la capital, le dio permisos especiales para ausentarse de entrenamientos, como luego criticó el técnico. Pero ni por esas. Jesús, cansado de recibir las llamadas de un Vieri que le pedía salir, dolido por las reacciones de un jugador al que había tratado como a su hijo tras darle cada uno de sus caprichos (el último, la llegada de Sacchi el mismo verano de su rebeldía definitiva), decidió darle puerta: "Es una persona muy inestable. No es la primera vez que dice que se quiere ir. Es muy vulnerable y susceptible de que le vuelvan loco", reveló un par de días antes de su venta a la Lazio.
Y así, entre medias de un año turbio, de fingimiento de lesiones para tener más vacaciones, de críticas públicas al club, Vieri acabó como pichichi de la Liga. Solo jugó 24 partidos por diversos temas controvertidos, suficientes para hacer el mismo número de tantos. 24 en 24, uno cada 90 minutos. Números perfectos que bien podrían haber sido 38 en 38 si su cabeza hubiera estado más aquí que allí. Frío, distante, Vieri solo tuvo relación en esos 12 meses con Juninho y con Kiko. Con el segundo formó una delantera letal. El Napolitano (como Vieri llamaba a Kiko) silbaba cuando se desmarcaba y el italiano ya sabía dónde estaba su mejor socio. "Cuando entro al campo me aíslo de todo lo demás. No escucho nada, ni los gritos de mis compañeros, ni el bullicio de la gente. Entonces, de repente, Kiko silbaba, y yo ya sabía dónde tenía que poner la pelota", definía Vieri su hacer en el campo con el andaluz.
Coleccionista de mujeres (ha estado con casi todas las vedettes italianas), amante de los relojes, los coches y todo tipo de lujos. Un enganchado al póker y a una vida impensable para el pueblo terrenal que le ha llevado en varias ocasiones a una bancarrota que hoy consigue subsanar gracias a su trabajo en BeIN Sport. Hoy vive en Miami y si quieres encontrarle, no debes más que pasarte por la pizzería Pinocchio de la costa de Florida, donde es un habitual. En sus vacaciones, en cambio, hay que buscarle por Ibiza, también en Pinocho, la sucursal del restaurante de Orlando en las Islas españolas.
Y pese a toda esta parafernalia de historias para no dormir, de tener al villano en casa, es imposible no recordar a Vieri y esbozar una sonrisa. Porque hubo un tiempo en el que el fútbol fue fútbol y no salsa rosa. Donde lo que importaba era lo que sucedía en el campo y daba igual si un jugador escupía al suelo o se sacaba un moco con la mano izquierda siendo diestro. Siempre lo bueno, olvidado lo malo. Como en aquella derrota en Salamanca donde no se recuerdan sus posteriores declaraciones ("Esto nos pasa porque no entrenamos y no trabajamos lo suficiente. Yo me tengo que ejercitar aparte porque veo que no es suficiente lo que hacemos. Es vergonzoso", dijo tras dejar entrever que se quería ir a un equipo ganador como la Juventus) ni las pintadas amenazantes con las que se despertó el Calderón, realizadas por una hinchada harta de ver a un equipo que llevaba 10 salidas sin ganar, sino que se quedan en la memoria todos y cada uno de los cuatro tantos que logró en una dolorosa derrota por 5-4. Vieri era un delantero tipo alemán en el cuerpo, el físico y con el acento de un italiano. Fue uno de los pioneros en ser conocido como Bomber, Killer o Capocannoniere. Este último tan recitado en el Vicente Calderón cada vez que Christian saltaba al verde de la Ribera del Manzanares. Era su carácter, su forma de ser, su manera de entender la vida, la que le hacía ser el jugador tan determinante. La de ser aquel asesino del área que logró hacer más de 200 goles en su carrera, que cosechó varios títulos a mejor jugador de la Liga Italiana, que se llevó dos trofeos a máximo goleador, que fue nombrado uno de los 100 mejores futbolistas de la historia por la FIFA, en una lista confeccionada por leyendas del balón, que le permite ser uno de los jugadores italianos con mejor porcentaje goleador en toda la historia moderna. Además de un amplio palmarés a nivel de clubes. Un trotamundos que nunca se cansó de marcar. Vieri primero disparaba y luego, no siempre, preguntaba.